Han pasado muchos lunes con extravagantes anécdotas, algunos
han quedado en recuerdos que posteriormente sólo llegan a proyectarse en sueños
y son confundidos en falsos recuerdos. He dejado de rememorarlos, tuvieron
mucha pinta para ser escritos con el corte de los relatos con los que empecé
este blog. Luego de un receso y muchas lunas, esos lunes de tropelías, actos
inexplicablemente extraños y embarazos volvieron a chocarse con mi tan
precavida vida, o el esfuerzo de una así.
Nunca había deseado tanto apoyarme en la ventana del bus,
perdía el equilibrio en un espacio tan poco ventilado, la escena se tornó
psicodélica cuando sentí las primeras arcadas y nadie giraba a verme. −No
mires hacia los horizontes, no mires, no… − Salpiqué a un señor que iba
leyendo unas diapositivas sobre odontología delante de mí.
-¡Es sangre!, ¿es sangre?
Mentalmente le respondía con ironía: no, es chicha morada, no la de sobre, l-a
d-e m-a-í-z y tres mandarinas.
La inmovilidad de todos los pasajeros, que cargaban la modorra de los lunes por
la mañana y con dirección a sus trabajos, cambió desproporcionadamente. La
señorita que iba a la izquierda no quiso ni verme porque los ojos ya los tenía
puestos en una conversación de Whatsapp con los dedos agitándose
vertiginosamente, como si se tratase de un incendio. Escuché un eco: “hacia
abajo, hacia abajo”. Me provocó hasta reír −¡cómo podía alegrarme en una
circunstancia así!− para dejar de salpicar los demás pasajeros.
El piadoso señor de mi derecha ordenó al chofer parar para poder bajar y
terminar de hacer lo que tenía que hacer.
Exudaba y procuraba no divisar alrededor, suplicaba permanecer
ciego ante lo que se avecinaba: un señor de talante pletórico de furia. Al
terminar, el señor piadoso le limpiaba por detrás con mucha preocupación al
ecuánime señor que fue manchado por mi vómito púrpura.
−En el cabello, en el cabello también−.
−Es
que hay muchos gajitos por todo lado−.
Cuando escuché gajitos quise tirarme al piso y morir de risa
por completo, había mordido tan rápido las mandarinas que no estaban del todo
destrozadas ni la chicha morada del todo fresca. La acción involuntaria fue
pedir perdón y recibir como respuesta un “Si ya está hecho, no tiene sentido
que pidas disculpas” con un tono de mucha entereza, seriedad y a la vez de
comprensión, esa misma comprensión paternal que algunas veces oí del mío.
Al subir nuevamente al bus la atmósfera fue distinta,
parecía hasta festiva. Todos tenían algo nuevo que los iluminaba vivir o
despertar, salir de su rutina. Volví al asiento dando ligeros tumbos, un poco
extrañado inicialmente porque no sentía vergüenza, pese a tener la camisa, el
pantalón y la maleta con los resquicios de la fruta. Estaba contento porque las
miradas risueñas de los demás ahora llevaban la llama ardiente por contarlo,
comentarlo o preguntar más sobre el hecho noticioso; como una pareja de
ancianos que me preguntaron por mi estado de salud para recomendarme alguna
pastilla que me permita el alivio del mareo. Muchos empezaron a llamar por
teléfono “no sabes lo que me ha pasado…”, ese “me” ya me ponía de mejor humor:
había aportado algo a los demás. Mi plan no era ser el típico vendedor que sin
pasión alguna recita el mismo guión para vender o pedir algo. Mi plan fue
bastante benévolo: reírme de mí ante los demás.
No llegué a tiempo al trabajo, tuve que llamar por teléfono
para pedir una media hora más para ir a un baño cercano y poder limpiarme, no
podía dar marcha atrás. Vi el reflejo de mis veintiocho años frente al espejo.
No esperaba negligencia por haber aceptado las dos chelas (que al final fueron
dos cajas) de un buen amigo al que le fueron desleal en su reciente relación un
domingo por la noche. A estas alturas el pesar disipa ante el buen recuerdo que
obtenía, pero sobre todo lo que pude haber hecho por los demás, ser el reflejo
de ellos mismos en sus peores momentos y entender que esos peores momentos
pueden significar darle un poco de brillo a la tan opaca vida transita por las
calles de Lima.
Hasta el próximo lunes.
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