lunes, 29 de agosto de 2011

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La Navaja


Más de 10 horas en la universidad  por día durante la semana, un sueño (intento de pesadilla) que me despertó sudoroso y un fin de semana en el que volví a probar aquel mundo oscuro que siempre contenemos en nuestras mentes retorcidas.

Había terminado de comprar el pan de la mañana de la típica tienda de la esquina, de pronto entra un joven que hábilmente posiciona una navaja en mi rostro, lo sentí tenso, firme, a punto de insertarse en mi piel. Me sujetó para llevarme a mi casa, vi hacia las ventanas del segundo piso, divisé a mi tío, le mandé un mensaje. “Sal”. Fácilmente mi tío se aproximó y pudo librarme del maleante que había tirado su navaja, la tomé y me dirigí hacía él para propinarle un certero corte en todo el cuerpo…

Desperté y quise interpretar todos los elementos simbólicos que tuve en ese sueño… pero los síntomas de la gripe y una creciente picazón en los ojos me llevaron nuevamente a los brazos de Morfeo.

No quería levantarme, tenía fiebre y dolor muscular, pero tenía que apoyar a todos mis amigos para realizar un conversatorio, así que me duché y al salir tomé un antiestamínico, cosa que nunca hago ya que tengo mala experiencia con las pastillas.

Los micrófonos, la mesa, las sillas, las carpetas de trabajo, los papelógrafos, el break, etc… todo para intentar no tener errores, aunque los tuvimos y los tendremos siempre (tal vez en menos grado), ya que con la práctica la teoría se pule.

Al finalizar, nos fuimos a almorzar en plan de las tres de la tarde, todos cansados luego de varios días de trabajo previo, en papeleos, solicitud de local, compras y caminatas.
No suelo poner nombres, sin embargo, me es inevitable. Gracias, Pamela, Stephanye, Julissa, Rocío, Omar, Ranulfo, Henry, Luis y Lincoln. A los expositores y a la docente Ana Prado que impulsó la realización.

Por la noche, con otra pastilla encima (para no caerme en pedazos), me encontré con “Pam” y la noche tuvo un giró de 270 grados.

Cuando estábamos en un chupódromo (El Pitbull), Pam sacó una hoja Gillette, la misma que contenía la navaja soñé, me sorprendió demasiado, pero ella nos mencionó que era una navaja que no tenía filo, que sólo servía de adorno o para llevarlo como collar. Sus patas comenzaron a juguetear con el objeto, yo preferí no hacerlo porque me quedé un poco perturbado luego de haber recordado el terrible sueño.

Luego fuimos a la fiesta de cachimbos de la facultad, la mancha de siempre, los pasos de siempre y alcohol, alcohol y más alcohol para los que pedían despegar los pies del piso. Más bien, en las dos últimas reuniones chupísticas con unos colegas he quedado con buena imagen ya que pasada las cinco de la mañana y seguía igual de sobrio. O es que me sirvo poco o es que algo raro me debe haber pasado.
 
Para cerrar con broche de oro la noche (o mejor dicho: la madrugada), fuimos a mi casa para terminar la mitad de botella de whisky que tenía.

Tal vez lo que pasó después en algún momento lo olvidaré o lo recuerde siempre, pero siento que a las seis y media de la mañana mientras los cerros se hacían azules entre la neblina y ya el cielo estaba totalmente iluminado, el que oscurecía era yo.

Era yo esa navaja de mentira que no puede llegar a cortar. Se me vino a la mente a las personas que tal vez herí con mi mal filo. Quise tener a todos a la vez y pedirles disculpas. No era racional, no era emocional.

Me siento bien por momentos, cuando sé que algunos se han convertido en grandes amigos y pocos he tenido que guardarlos en el baúl del olvido… o del sueño, porque sólo mediante ese estado se revelan y vienen, se abren paso y logran entrar a la navaja que tengo como corazón, algunas veces sin su hoja de Gillete.


Lo fregado fue al día siguiente, que desperté y no pude ver casi nada, me asusté... "me había quedado ciego". No, esa telita que cubría mis ojos sólo tenía un nombre: conjuntivitis. Más terrible que una ceguera: estar vendado.

Hasta un siguiente lunes.
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lunes, 8 de agosto de 2011

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La eterna primavera


El agua es el elemento que purifica las cosas y las libra de todo aquello que el ser humano ha dañado; el agua salada es la comunión entre lo humano y lo natural.

“Sin vacaciones hasta septiembre” era la frase que me rondaba la cabeza desde que empezó el mes de julio, tal vez tuve ganas de maldecir a alguna autoridad universitaria o alumno que encabezó la toma de la universidad por más de un mes, pero era hacer hígado en vano… la ANR ya había puesto una comisión de orden y todos agacharon la cabeza sin tregua alguna.
Luego de haber sido reportero para otro periódico local por las vacaciones forzadas y pasarme las noches leyendo, me propusieron viajar… la cosa fue señalar bien a qué parte del país, Huánuco o Trujillo. Era indudable, amé, amo y amaré el mar y el clima de la costa.
Así que llegó la última semana del mes, donde todos los fanáticos cuelgan sus banderitas bicolores y se incrementan con el complejo de “si mi bandera es más grande, soy más patriota”. Bueno, al final todos tenemos que ponerlo (quizá porque no tenemos tanto dinero para pagar las multazas que ponen las municipalidades).

Dejando la posería de lado, enrumbé a Lima y por primera vez no llegué a mi jato, que fue algo extrañamente nostálgico.

Preferí ir a una agencia de transporte para embarcarme en un vehículo más seguro, sin embargo, acepté la idea de ir al terminal de Fiori… más por curiosidad y la adrenalina que provocan esos viajes donde el carro para cada cierto tramo, no te dan comida ni cobija y te las ves más por ti mismo.

Esta vez iba más allá del “Norte”, mucho más lejos de aquella parada que tengo desde hace seis años. El lugar donde he guardado parte de mi esencia para poder vislumbrar un poco de eternidad. La misma eternidad que llevo en el corazón en forma de primavera.

Mientras escuchaba a los MGMT, Cajun Dance Party y Coldplay iba avanzando observando el mar, claro… en tanto por tramos se podía divisar.

Entre tablazos, dunas y esteros llegamos a Huarmey donde por fin se estacionó el carro luego de tenernos moribundos del hambre, y como caníbales salimos a buscar una mesa desocupada, pero cuál era el menú… “pescado o pollo frito”. Sólo me gusta el pescado en ceviche y del pollo estoy cansado. Me sentí como en las últimas elecciones presidenciales. Así que tuve que esperar al pollo.
Pasaron media hora y éramos varios que sólo vimos circular los platos, hasta que nos dijeron “se nos acabó el pollo”. Nooo… Era notable que tal negligencia ocurrió porque el restaurante no se daba abasto de atender a los pasajeros de tres carros a la vez. No quedaba otra: buscar al chofer para lincharlo.

Con un par de huevos sancochados en el estómago continué en el viaje, me topó el sueño y recuerdo que ya entrada la noche prendieron las luces y anunciaron que estábamos en Chimbote, aún soñoliento pude divisar algunas casas y al salir de la ciudad sentí un ligero olor a pescado, creo que eso me hizo dormir nuevamente.

Monumento a la Libertad, esculpido por Edmundo Moeller
Un par de horas después ya estábamos en Trujillo, lo primero que quise hacer fue “comer”, sin embargo había que cumplir el protocolo, primero buscar un hospedaje, bañarse, cambiarse de ropa, etc… pero todo me llegó al par de huevos (sancochados).

El dueño de hotel muy parecido a un viejo amigo, nos recibió muy cálido… luego visitar la plaza aunque necesitaba alimentarme, corrí a la pollería Cachito que me recomendaron, porque por las noches hay más pollerías que cabinas de Internet.

Los días en Trujillo transcurrieron, uno más largo que el anterior, uno más cálido que el otro.

Definitivamente tendré que volver, me sentí realmente cómodo, como en casa. Serán eternos los recuerdos de la visita a la Huaca de la Luna y Huaca del sol, Huaca Arcoiris, Chan Chan, la ciudad de barro más grande del mundo y, por su puesto, Huanchaco. Uno de los taxistas de regreso a la ciudad, nos comentó que hay muchos más lugares que nos faltó visitar, como hacer esos tour más alternativos.

Ocaso en Huanchaco
El lado frívolo tocó cuando fui al Real Plaza y encontré una Bembos… después de años, luego para más noche un merecido whiskie que convirtió la noche en algo más allá de horas de oscuridad.

Las veces que estuve en Huanchaco pude observar unos ocasos que parecía apretarle el corazón al cielo y se lo exprimían entre las nubes. Probé el mejor ceviche, paseé en caballito de totora, comí Frito en todos los desayunos que estuve por allá.

Estaba caminando por Lima o por Trujillo, salía del Centro Cívico para tomar el bus de regreso a Huancayo, salía de una agencia de regreso a Lima.
Estaba en alguna parte del país, caminando, entre la arena o el asfalto, mirando un anochecer o el eterno ocaso que revivía la primavera que guardo siempre adentro, en ese espacio infinito que almacena los buenos sentimientos.
El sol se despide

Hasta un próximo lunes.

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