lunes, 19 de agosto de 2013

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Varado

Vientos fríos, disfrazados de hilos muy delgados, en mis sueños, cruzaron mi nariz y desperté. La inamovilidad del bus me reveló problemas: había quedado varado en Ticlio.

Aún de madrugada, aproximadamente las cuatro ya muchos pasajeros también se percataron que éramos parte de una gran fila de buses, camiones, automóviles, camionetas, tractores, ovnis, etc. Traté de reincorporarme en medio del sopor, el sueño fue rápido y desperté. Siete de la mañana y el bus sólo avanzó un par de kilómetros y por la luz tomé conciencia del horror: estábamos en la subida al abra.

Cogí el celular sin señal y con el constante tintineo de alerta por la batería baja. No podía escuchar música, el libro que leía estaba en el maletín que puse en la bodega del bus. Me quedaba algo por hacer: entregarme al pensamiento, los recuerdos y quedar suspendido entre sueños.
El cielo plomizo de todos los inviernos, el cielo pálido y cansado cubre nuevamente Lima,
no lo veo igual, sin embargo, he vuelto a la Alameda de los Descalzos y se sido transportado nuevamente gracias al mismo cielo. Mientras nos sentamos en una banca, que no recuerdo haber existido diez años atrás, voy rememorando mi corto paso por la zona: callejones profusos, sonido de ollas, veredas angostas, fachadas sucias por el monóxido de carbono, pirañas, señoras de caderas prominentes y el centro de orientación para menores. Mientras veo un gesto lleno de curiosidad, añoranza y deseo, me hago la misma pregunta de hace algunos años atrás: “¿Qué será del Rompecocos?”. Voy narrando las anécdotas que, siento, llueven en mi mente, la humedad la huelo y mi cuerpo se estremece. Tengo la impresión que la tarde se hace lenta hasta que se detiene y ambos nos quedamos mirándonos.

Desperté nuevamente y había transcurrido media hora de lo último recordado. Entre sueños, corría por la alameda, con una Carlota (leche espumada) en las manos. Me sentí ligero después por haber compartido momentos que antes guardaba con recelo. Los pasajeros, incluyéndome, empezaron a desesperarse, la terramoza corría de un extremo al otro llevando algodón, alcohol, pastillas, vasos de agua, bolsitas. Escuché que alguien propuso bajar, pero ya estábamos prohibidos de hacerlo que el cambio de temperatura nos pondría peor. Así que asumí esas horas de encierro, como cuando lo hice en el centro de orientación por las tardes. ¿Qué hemos hecho para que nos suceda esto? Dijo una señora que acariciaba a su nieto que padecía de soroche. Pues, nadie hizo nada, todos tenemos siempre alguna nevada intempestiva que nos pone el caminar lento y el sendero se los hace largo, nos sentimos distantes de las personas que queremos. Pero nos sirve para ser conscientes de ello.
El bus llegó al punto más alto, más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. La situación dentro ya era caótica, “el soroche es contagioso” recuerdo que siempre me lo decían de niño cuando lo padecía y me resistía a las náuseas. Giré a ver el paisaje por la ventana y las montañas estaban cubiertas totalmente de nieve, las nubes y la neblina parecían me arrastraban. Estuve en la cúspide, ahora lo sentía por más tiempo y podía sentirlo más veces. Hube sentido un nuevo placer.

¿Aló, aló, me escuchas? y tuvo eco, los demás pasajeros angustiados también empezaron a coger los celulares. Tenía el cuerpo cansado y recobraba la sobriedad. Volví a ser del mundo cuando escuché las voces de las personas que, en más de siete horas, extrañé con intensidad.
Al llegar a Huancayo, creí ser un héroe que vuelve de la guerra (parafraseando la canción de Mercedes Sosa), llevaba una fuerza tremenda, imaginé que podía resistir fríos intensos y calores abrasadores, miraba de frente al horizonte con determinación hasta que estornudé y sólo quería ducharme y meterme a la camita.


Hasta un próximo lunes.
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