La última semana se incrementaron las veces y horas de lluvia. En el nuevo ritmo de labores, sólo salgo un par de veces de casa: una para ir a la universidad y la otra para ir a comprar pan.
La última semana, la cuadra donde se ubica la casa de mis abuelos tuvo un visitante que se quedó para siempre, literalmente dicho.
Lunes: Retornaba corriendo con la bolsa de pan de trigo en la mano derecha mientras con la otra buscaba las llaves. Se me hizo difícil encontrarlas porque algo había llamado mi atención. Un bulto peludo se encontraba tirado en el umbral del portón, me acerqué y vi que se trataba de un perro negro de un pelaje heterogéneo. Se me ocurrió la palabra “chusco” hasta que me miró y sentí una leve congoja. Lo dejé allí, preferí no botarlo para que se siga protegiendo de la lluvia.
Martes: Me encontraba a media cuadra para llegar a casa y observé a mi abuelo ofreciendo un poco de comida al perro que seguía echado. Cuando me acerqué me dijo: “Está enfermo…” Giré para ver al peludo, pero no volvieron a coincidir nuestras miradas ya que él se encontraba más concentrado en cómo comer.
Miércoles: En plena conversación durante el lonche, salió el tema del perro abandonado que se había recostado en el portón de mi casa. Mi tío y yo sacábamos la cabeza de vez en cuando por la ventana para divisar al perro que había cambiado de casa para recostarse.
Jueves: Comentando las noticias con mis familiares, volvió a salir el tema del perro abandonado, esta vez porque un carro lo había embestido.
Viernes: Mi gata parió cuatro crías, fue día de carnavales y al regresar el corso que organizaron en el centro de la ciudad, nuevamente me crucé con el cuerpo del perro que se encontraba a dos casas de la mía, tenía el ojo izquierdo reventado y el pelaje húmedo. Tuve un mal presentimiento.
Sábado: Las lluvias se hicieron más prolongadas y las veces que miré al perro ya no estaba recostado bajo alguna sobresaliente de segundo piso para no mojarse. Estaba tirado en medio de la vereda como si esperase a alguien… o algo.
Domingo: Amaneció lloviznando y con una baja temperatura, me costó levantarme, pero lo hice. Al observar la calle desde la ventana del segundo piso me percaté el cuerpo del perro que seguía recostado, no pude advertir ningún tipo de movimiento de respiración. “Ya ha comenzado a hincharse” dice mi abuela. No hay para más: había muerto sin que nadie haya hecho nada. Exactamente la semana que no me cruce con ningún vecino.
Entonces comprendí con exactitud la frase coloquial “te han hecho el perro muerto” y decidí que nunca usaría tal expresión.
Por la noche me asomé por la ventana, el cadáver ya no se encontraba… sentí una leve tranquilidad después de haber pasado el día observando cómo todo el mundo se cruzaba con el cuerpo y sólo mostraban gestos de asco.
Entre todos nosotros, habrá alguno que intente no tener amos, ser libre; pero tal vez en el intento muera. Creo que en este caso, la muerte del perro vagabundo no ha sido en vano porque lo que he aprendido de él esta semana no lo olvidaré cuando me toque intentar ser libre.
Hasta un próximo lunes.
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