Después de esos sueños hondos, como si nuestra
conciencia se hubiese aventado al más profundo abismo, desperté.
Sobre la mesa junto a la cama seguían los dos
vasos de whisky, la inercia estiró mi brazo derecho para coger uno de ellos y resbalé
de la cama golpeándome la frente. Estaba la ras, entre el polvo y una caja de
cigarros cerca que apreté entre mis manos antes de volver a perder la
conciencia o que eso recuerde como sueño.
De adolescente siempre sentía culpabilidad por no volver a tiempo a casa, ahora estaba libre de esa emoción, me acogía el deseo de aprovechar el día, levantarme y caminar por todas las calles donde mis huellas emiten un llamado a mi corazón que acelera el latido.
De adolescente siempre sentía culpabilidad por no volver a tiempo a casa, ahora estaba libre de esa emoción, me acogía el deseo de aprovechar el día, levantarme y caminar por todas las calles donde mis huellas emiten un llamado a mi corazón que acelera el latido.
Saqué un encendedor rojo y empecé a fumar no
hallando comida en aquella casa, me puse la ropa luego de haber intentado
arreglar la cama y beber el licor que sobraba mientras mis pensamientos se
aclaraban y recuperaba los recuerdos. Las ojeras que llevaba eran bastante
prominentes, los ojos los tenía enrojecidos y el morbo me llevó a acercar el
rostro hasta empañar el espejo. El chocolate se derretía con la fricción que
provocan los cuerpos, una lengua bordeaba una oreja y una mano empezó a
estrujar todo el chocolate sobre una espalda que llevaba un tatuaje encima.
Retiré el rostro y el olfato me advertía del olor dulce que venía de mí. Me
senté sobre le inodoro, hacía falta un paraguas ante la lluvia de los recuerdos
de toda la noche que había pasado.
Al asomarme a la puerta hacia la calle noté en el piso un papel que había sido pegado en algún lugar a la altura de mis ojos: “No dejes cigarros prendidos, asegúrate de cerrar bien la puerta. Y si vuelves, no toques el timbre”. Saqué el encendedor el bolsillo y quemé le papel.
Al asomarme a la puerta hacia la calle noté en el piso un papel que había sido pegado en algún lugar a la altura de mis ojos: “No dejes cigarros prendidos, asegúrate de cerrar bien la puerta. Y si vuelves, no toques el timbre”. Saqué el encendedor el bolsillo y quemé le papel.
Puse música, encendí otro cigarro que el
estómago me reclamaba con los retortijones y unos lentes de sol para no atraer
miradas.
“Memory, ah, memory, ah” y me senté en el
puesto de jugos en un mercado al que por primera vez entré como un espectro.
-¿Le echo berenjena? –sin dejarme responder– es muy buena para la resaca.
-¿Le echo berenjena? –sin dejarme responder– es muy buena para la resaca.
-Gracias, señora.
-Mi hijo también se fue de parranda el otro día y volvió después de dos días con…
-Mi hijo también se fue de parranda el otro día y volvió después de dos días con…
Escuchaba la anécdota de la señora mientras un
diálogo se interfirió:
-Pareces un trucha, al que tiran al mar para
que muera.
-Un salmón.
-Fatalista.
-Hedonista –Corrigiendo–.
-¿Siempre la cagas con tus justificaciones?
-¿Siempre la cagas con tus justificaciones?
Al mediodía el cielo volvió a adquirir el
color plomizo y los rostros empezaron a empalidecer. Caminé sin rumbo, fue la
primera vez que me sentía pequeñísimo en la ciudad, un laberinto extenso que
desemboca al mar, adonde terminé por la tarde y me empapé con la brisa. Una
náusea me tumbó y estaba frente a aquella puerta que no quería volver a ver.
Toqué el timbre.